La leyenda del día en que no desapareció Riobamba
Por Mercy Coronel.
Miércoles, 20 de noviembre de 2002, la andina y fresca brisa se instala primero entre las faldas del coloso Chimborazo….Poco a poco, con sus pasos sin pies, con su vuelo sin alas, con su aliento sin labios penetra decidida en cada uno de los rincones de las casas, de las calles, de los parques y plazas de la sin par Sultana de los Andes.
En la avenida de los Héroes que recorre toda la longitud de la Brigada Blindada Galápagos un solitario, pero robusto álamo acuna el nido de dos tiernas tortolitas que se mantienen inquietas en la paja, presienten…respiran el peligro y es que el viento se detiene pesado, lúgubre como si se resistiese a continuar su eterno recorrido.
El paisaje del cuartel es verde no solo por el denso bosque, lo es también por sus muros pintados así, por la cantidad de hangares con techos de ese color, hombres que van y vienen todos vestidos de verde. En un colosal espacio está enclavado un almacén de municiones, tiene la puerta entrecerrada, en su interior un técnico y dos conscriptos limpian armas; el técnico les comenta que no conoce los arsenales de la Brigada a lo que un conscripto responde con ojos vivaces que en una ocasión estuvo en uno de los subterráneos-“por poco me pierdo, es un verdadero laberinto donde guardan tanques de guerra, armas y misiles que de activarse arrasarían cientos de kilómetros a la redonda en cuestión de segundos”- Los otros le miran incrédulos pero a la vez atónitos.
Pues bien, en cuestión de segundos una cápsula de pólvora cae al piso accidentalmente, o así lo han dicho, brotan chispas que inmediatamente se transforman en llamas altas, que furiosamente abrazan cuanto pueden combustionar, como un hado escapado del infierno lamen golosas quemando todo cuanto encuentran. Inflaman las granadas y las arrojan por los aires, rosan las armas que parecen cobrar vida porque empiezan a dispararse solas, retorciéndose antes de morir inflamadas en su propio infierno.
Afuera todo es llanto, muerte, destrucción y empieza un éxodo masivo, atropellado, los soldados abandona el cuartel y corren llevando consigo verdaderas mareas humanas ¡huyan! ¡huyan! ¡Los subterráneos de cemento armado y concreto están subiendo de temperatura y no hay forma de apagar tanto incendio por eso volaremos todos!
La densa humareda unida al negro manto de la noche restaba visibilidad al tétrico paisaje; se había acordonado su periferia por obvias razones, no obstante familiares de soldados y conscriptos pugnaban por romper el cerco en procura de obtener alguna información
A lo lejos, un pequeño niño calzado con sandalias de fantasía, tres potencias doradas incrustadas en su graciosa cabecita, vestía un túnico blanco, adornado con hermosas alegorías en lentejuela. Caminaba resuelto entre cristales rotos, retazos de ladrillo y eternit, tizones de leños enrojecidos.
Las mujeres enmudecieron ante el prodigio, los soldados también lo hicieron anonadados, nadie atinada a decir algo. El Niño, el Divino, el Omnipotente miró dulcemente a la soldadesca y sonrió condescendiente a las mujeres, con un ligero ademán pidió paso y se internó resuelto entre las llamas ¿minutos? ¿horas? Nadie salía de su asombro, una mujer empezó a gritar histérica-¡saquen a ese niño, se va a quemar! Pero aconteció algo insólito porque lo vieron reaparecer tenía sus mejillas enrojecidas por el calor, dos potencias estaban rotas y la tercera quemada, su trajecito manchado de hollín, antes de perderse en medio de la noche susurró con una voz tan diáfana y melodiosa como el tenue aleteo de las alas de un pájaro de cristal: Quedaos tranquilos, nada os pasará, he apagado el fuego.
Brenda, una niña que aún habita en el barrio San Antonio, atrás de la Brigada Galápagos nos narró este milagro hace unos meses: No quiso abandonar la casa pese a que s mamá y su hermano no aparecían desde el fatídico instante que estalló el polvorín, su fe la mantuvo firme; entre escombros de cielo raso y adobe se arrodilló a rezarle al Niño Dios, acarició el traje de terciopelo blanco tachonado de lentejuelas multicolores, acarició también las diminutas sandalias bordadas con hilo de oro pero el frío, el cansancio y el hambre la adormitaron, cuando despertó, no tenía noción de la hora, pero, como decía su abuela, por la oscuridad del firmamento eran las completas, la veladora irradiaba una macilenta luz, el Niño Dios ya no estaba allí, seguramente llegó la mami y sacó al Niño para rezar con los vecinos, en ese momento se escuchó el rumor de rezos, canticos y plegarias, recordó entonces que su hermano guardaba una linterna tras la urna, efectivamente estaba allí, salió a la calle resuelta a unirse a la procesión, pero todo lucía solitario, desolado, ese momento San Antonio era un barrio fantasma, los esporádicos tiros hacían estremecer las precarias construcciones aún en pie , de pronto se acercó una figura que se iba empequeñeciéndose a medida que llegaba a su lado, no se detuvo, paso rauda y más pequeña todavía e ingresó en la maltrecha vivienda; Brenda entonces ya no sintió miedo, supo en ese momento que el peligro había pasado, supo también que su hermano estaba herido pero que sobreviviría y que su madre estaba junto a él en un puesto de socorro del hospital pero aún así ya no sintió miedo, se arrodilló nuevamente ante la urna alzó la mirada y allí estaba otra vez su Niño, solo que ya no tenía las dos potencias y la tercera estaba quemada, su trajecito sucio de hollín, miró arrebolada las encendidas mejillas de la divina criatura y besó el diminuto dedo ligeramente inclinado como si señalara el cielo.